En el próximo bloque de las Sesiones de Educación Emocional nos internamos en el componente cognitivo de la emoción.
Anteriormente enfocamos el componente somático/sensorial (Siento) durante el Bloque I, centrándonos en la respiración como herramienta de auto-exploración. Y el componente conductual (Hago), a través del movimiento.
Este tercer bloque nos lleva al que, probablemente, sea el aspecto más atendido de la emoción: cómo percibimos y pensamos la emoción.
El componente cognitivo lo ocupan aquellos PENSAMIENTOS que acompañan a la experiencia emocional.
Lo que pensamos, lo que nos decimos consciente o inconscientemente, al sentir una emoción. Diferente es esta parte de la experiencia emocional del componente somático, muscular, y del conductual o de acción.
En un ejemplo podemos explicar mejor cada uno. Ante la emoción de Miedo:
- El componente Sensitivo/Somático: Sentir frío, temblor, rigidez muscular…
- El componente Conductual: Gritar o correr.
- El componente Cognitivo: «Estoy en peligro», «Me voy a quedar solo», «Tengo que hacer algo», «No puedo hacer nada».
Si nos imaginamos esta emoción de miedo surgiendo ante un peligro claro como un animal en el bosque podemos pensar que el componente cognitivo no es tan importante o complejo, con saberse en peligro y actuar no hay mucho más que conjeturar, el pensamiento «Estoy en peligro» parece sencillo y apropiado.
Sin embargo, la emoción de Miedo (y las demás) aparecerá ante muchísimos otros estímulos y situaciones ambientales. Imaginemos ahora que aparece en un momento de nuestra vida que no es tan claro ese componente de peligro. Por ejemplo, ante la idea de ruptura con nuestra pareja, situaciones como que nuestra pareja nos indique que no se siente bien, que necesita algún cambio de nuestra parte, podemos experimentarlas con una emoción de miedo donde el componente cognitivo tendrá mucha mayor complejidad, y estará en gran parte determinado por el tipo de pensamientos que haya habido en nuestra educación, en nuestra experiencia vital.
Es en base a nuestro recorrido vital que construimos significados alrededor de las emociones. Las relaciones que establezcamos a lo largo de nuestra vida, nuestros vínculos afectivos y las experiencias con mayor marca emocional nos ayudan a construir significados que compondrán nuestros pensamientos, y nos servirán de brújula ante la experiencia emocional. Así, estos significados pueden dar una carga moral, una carga de aceptación o rechazo a cada emoción, en función de las relaciones establecidas en nuestra cultura, en nuestro entorno familiar y más tarde, en las diferentes relaciones afectivas.
El entorno (cultura, familia y otras relaciones) potencia unas emociones y tiende a inhibir o prohibir otras. Y al mismo tiempo nos aporta maneras de comprender e interpretar cada emoción. Es esta comprensión lo que ocupa el componente cognitivo, cómo dialogo conmigo misma al sentir una determinada emoción.
Es sencillo visualizar esta realidad en relación a la cultura. De todos es sabido, que en nuestra cultura judeo-cristiana, la culpa, por ejemplo, es una emoción que tiene gran protagonismo. Esta cultura en concreto ha encontrado una forma de regulación de las relaciones a través de la capacidad que tenemos los humanos de sentir culpa, asociando unos pensamientos y una determinada gestión a esa emoción. Potenciar esa emoción supone asociarla a un amplísimo rango de situaciones, sentirse culpable no es más que la información de haber cometido un error que daña a un ser (uno mismo u otro), sin embargo, la concepción cultural del concepto «daño» puede ser completamente arbitraria, asociando la culpabilidad a aspectos tan alejados como el placer, la libertad, la fuerza, etc. Es decir, por nuestra cultura podemos llegar a sentir culpabilidad ante una experiencia de placer, ante nuestra propia capacidad de fuerza y auto-determinación, etc.
También los pensamientos que nos acompañan cuando experimentamos la culpa están educados en estos vínculos. Como decíamos la culpa de forma natural nos informa de un daño realizado por nosotros mismos, no más. De forma lógica, entonces, hemos de dirigirnos a la reparación de ese daño, el pensamiento coherente sería del tipo: «metí la pata, voy a solucionarlo». Pero este pensamiento es más complejo con la carga cultural de la que hablamos, plagándose de matices como: «soy mala», «me quedaré solo», «nadie me querrá, no merezco amor».
Entendemos que será completamente diferente la manera de sentir culpa de alguien que ha sido castigado físicamente cuando comete un error, y se le mandan mensajes del tipo «qué malo eres», que la de alguien que ha sido acogido en su dolor, acompañado en sus pensamientos y en el llevar a cabo la reparación consiguiente, lanzándole mensajes más del tipo «te equivocaste y te sientes mal, entiendo como te sientes». Los pensamientos que pueblen, por tanto, el componente cognitivo serán radicalmente diferentes en ambas personas.
En un ejemplo bastante frecuente entederemos algunos de los distintos tipos de mensajes que nos pueden acompañar. Imaginemos esa escena habitual en la que un niño va corriendo, más o menos despistado y sin control, y se da un golpe con la mesa, se lastima y comienza a llorar. Podemos imaginar que lo que siente el niño pertenece al elenco del miedo.
- Situación 1: El adulto al cargo mira a la mesa y dice repetidamente: «¡mesa mala!», dando un golpe a la mesa, mira al niño y le invita a hacer lo mismo. ¿Qué pensamiento estamos transmitiendo? «La mesa es mala, y yo no tengo ninguna responsabilidad en mi malestar», «la responsabilidad está fuera y mi deber es señalarla y pegarle».
- Situación 2: Si por el contrario, en otro estilo parental, ante el accidente el adulto le da un cachete en el culo al niño y dice «¿ves lo que te pasa cuando eres malo?», o en un tono más leve tilda al niño de «desastre, trasto, malo…» el niño estará recibiendo un mensaje del tipo: «cuando siento daño soy malo, y me castigan».
El pensamiento generado es absurdo en ambos escenarios: ni la mesa tiene la culpa, ni uno es malo y culpable.
- Situación 3: Podemos imaginar un tercer escenario en el que el adulto acompañe en el dolor a la cría, y al mismo tiempo no le exima de su responsabilidad de cuidar sus pasos, un abrazo acogedor y cálido ante el dolor, al tiempo que un mensaje que de al crío explicación del contexto de la situación, como «ibas corriendo sin mirar y te has dado un golpe que duele», hará que su manera de dialogar consigo mismo sea completamente distinta.
De igual modo sucede con todas las demás emociones: alegría, miedo, tristeza, ira, vergüenza y un largo etcétera. Este tipo de pensamientos son los que nos interesa explorar en el Bloque III de las Sesiones de Educación Emocional. ¿Qué pensamiento se dispara en mí (en base a mi experiencia) al sentir cada emoción?
Contaremos con gran variedad de dinámicas de muy diversos ámbitos de la psicología y el crecimiento personal para explorar este mundo, y principalmente con nuestra intención de ahondar y despertar a estos contenidos.
Para finalizar este artículo, dejamos un famoso cuento de Jorge Bucay, en el que lo que uno se dice a sí mismo es de vital importancia.
– Los niños estaban solos –
Su madre se había marchado por la mañana temprano y los había dejado al cuidado de Marina, una joven de dieciocho años a la que a veces contrataba por unas horas para hacerse cargo de ellos a cambio de unos pocos euros.
Desde que el padre había muerto, los tiempos eran demasiado duros como para arriesgar el trabajo faltando cada vez que la abuela se enfermaba o se ausentaba de la ciudad.
Cuando el novio de la jovencita llamó para invitarla a un paseo en su coche nuevo, Marina no dudó demasiado. Después de todo los niños estaban durmiendo como cada tarde y no se despertarían hasta las cinco.
Apenas escuchó la bocina, cogió su bolso y descolgó el teléfono. Tomó la precaución de cerrar la puerta del cuarto y se guardó la llave en el bolsillo. Ella no quería arriesgarse a que Pancho se despertara y bajara las escaleras para buscarla, después de todo tenía sólo seis años y en un descuido podía tropezar y lastimarse. Ademas, pensó, si eso sucediera, ¿como le explicaría a su madre que el niño no la había encontrado?
Quizás fue un cortocircuito en el televisor encendido o alguna de las luces de la sala, o tal vez una chispa en el hogar de leña; el caso es que cuando las cortinas empezaron a arder, el fuego rápidamente alcanzó la escalera de madera que conducía a los dormitorios.
La tos del bebé debido al humo que se filtraba por debajo de la puerta lo despertó. Sin pensar, Pancho saltó de la cama y forcejeó con el picaporte para abrir la puerta pero no pudo.
De todos modos, si lo hubiera conseguido, él y su hermanito de meses hubieran sido devorados por las llamas en pocos minutos.
Pancho gritó llamando a Marina, pero nadie contestó su llamada de auxilio. Así que corrió al teléfono que había en el cuarto (el sabía como marcar el numero de su mamá) pero no había línea.
Pancho se dio cuenta que debía sacar a su hermanito de allí. Intentó abrir la ventana que daba a la cornisa, pero era imposible para sus pequeñas manos destrabar el seguro y aunque lo hubiera conseguido aún debía soltar la malla de alambre que sus padres habían instalado como protección.
Cuando los bomberos terminaron de apagar el incendio, el tema de conversación de todos era el mismo:
– ¿Cómo pudo ese niño tan pequeño romper el vidrio y luego el enrejado con el perchero?
– ¿Cómo pudo cargar al bebé en la mochila?
– ¿Cómo pudo caminar por la cornisa con semejante peso y bajar por el árbol?
– ¿Cómo pudo salvar su vida y la de su hermano?
El viejo jefe de bomberos, hombre sabio y respetado les dio la respuesta:
-Panchito estaba solo… No tenía a nadie que le dijera que no iba a poder.